enero 14, 2011

No me sumo a “su unidad nacional” (Una última carta a Felipe Calderón) [Completa]

Acentos
de Epigmenio Carlos Ibarra
para Diario Milenio

Imagino que, con sus asesores señor Calderón, prepara usted el tradicional mensaje de Año Nuevo. Imagino también que éste contendrá una más de sus arengas patrióticas y un nuevo llamado a la unidad nacional, además, claro, de un optimista recuento de los logros de su administración que, afortunadamente, se acerca ya a su fin.

Sé que, como su antecesor Vicente Fox, es el de usted un comportamiento mucho más cercano al de un candidato siempre en campaña que al de un estadista y que, ya hace meses, opera, desde el poder y con todo el respaldo que eso significa, con una lógica estrictamente electoral.

Electoral, además, a la mala; es decir rigiéndose por los criterios de la guerra sucia que tan buenos resultados le dio en 2006 y tan profundo daño hizo al país. Sembró usted la discordia y en medio de la discordia habrá de entregar el mando.

Le preocupa, supongo, su “legado” y hará todo lo posible por preservarlo imponiendo un candidato de su preferencia o, por lo menos, impidiendo que la izquierda —si es que ésta logra refundarse— cierre el paso al PRI y a Peña Nieto.

Vicente Fox, usted mismo señor Calderón y su partido han cogobernado con el PRI estos últimos 10 años y los resultados están a la vista. 7.5 millones de jóvenes sin esperanza ni empleo, 53 millones de pobres, un país que no crece, 30 mil muertos son sus cifras, las de su gobierno, las de esta década perdida.

No me compro sus aparentes disputas con la alta jerarquía priista y, menos todavía, el discurso de que una alianza de la izquierda con el PAN beneficie al país. Sólo usted y su partido pueden sacar provecho de esas coaliciones estatales.

Codo con codo, PRI y PAN han gobernado. Comparten ustedes proyecto, programas, hombres, métodos, usos y costumbres. Diferencias entre ambos partidos, sí las hay, no son de fondo. Sólo matices y colores los separan; su verdadero rostro, el de ambos, es el del autoritarismo ahora con fachada democrática.

Si uno de ustedes gana habrá de cubrirle las espaldas al otro. Ese pacto de impunidad, que han respetado tanto Fox como usted mismo, dejando escapar a los peces gordos que prometieron pescar, ha frustrado la transición a la democracia y ha hecho que el país, con el PRI o con el PAN, da lo mismo, se hunda en el pasado.

Si Fox metió ilegalmente las manos en el proceso electoral de 2006, no veo por qué usted no vaya hacerlo y, me parece, que el acto inaugural de campaña será, precisamente, este mensaje de Año Nuevo.

Por eso le escribo esta última carta, para decirle que a esa “unidad nacional” a la que usted convoca —estoy seguro de que muchos otros ciudadanos piensan como yo— no habré de sumarme y no lo haré aun a riesgo de enfrentar, como muchos lo enfrentan ya, la posibilidad de la descalificación y el linchamiento.

Vienen tiempos duros. El orden de batalla del poder se adivina y también los recursos que habrá de emplear. Será la guerra, la que usted declaró como un arrebato propagandístico y que hoy consume al país, la que determine el curso de la campaña electoral.

Mala cosa para la democracia que el señor del “haiga sido como haiga sido” vista hoy uniforme de general y conduzca un Ejército desplegado a lo largo y ancho del país. Mala cosa que la muerte se haya hecho costumbre y se escuchen cada vez más voces que piden “mano dura”.

Si antes recurrió usted al miedo como promesa, hoy el miedo está aquí, entre nosotros, rondando por el país entero. Lo trajeron, lo instalaron en la vida nacional, sus decisiones equivocadas, su apresuramiento mediático, la falta de cuidado en el diseño y en la conducción del combate al crimen organizado, y también —y esto es lo más lamentable y lo mas peligroso— su propia vocación autoritaria.

Se lanzó al uso de la fuerza, aun sabiendo que sólo con la fuerza de las armas no habrá de resolverse jamás el problema del narcotráfico, que exige acciones integrales, porque usted es amigo de ese tipo de respuestas. Porque a su “mecha corta” y a su adicción propagandística les vienen bien los golpes de efecto.

Pero se lanzó a la guerra señor Calderón, sobre todo porque cree usted en el uso de la fuerza. Atrincherado en su despacho lanzó a la tropa al combate sin haber fortalecido antes las instituciones.

Se le hizo fácil hablar de “guerra”. Le gustó el término, le servía para sus arengas. Para su necesidad de legitimación como ahora le sirve para la lucha electoral. No reparó en las terribles consecuencias de escalar de esta manera el conflicto.

Sin jueces ni fiscales, sin tribunales ni cárceles, sin códigos ni leyes, comenzó el combate desplegando masivamente la tropa, con todo su poder de fuego. ¿No pensaba hacer prisioneros señor Calderón? ¿Qué general se lanza a la guerra sin considerar su tren logístico, o en este caso, el tren judicial correspondiente?

El objetivo central de la guerra, dice Claussewitz, es la aniquilación de las fuerzas enemigas. Combatir la delincuencia implica someter a los criminales ante los tribunales, no matarlos. No son, aunque “se maten entre ellos”, buenas noticias esos 30 mil muertos, al contrario.


Somos muchos ciudadanos, señor Calderón, los que no queremos conformarnos, resignarnos a que entre nosotros se instale el imperio de la muerte. Somos muchos los que hoy nos sumamos al >#Nomassangre que recorre los diarios, las redes sociales.

Sin rendirnos ante él, sin sugerir siquiera una negociación con los capos, le decimos de frente que no concebimos el combate al crimen organizado como una “guerra”, y peor aún como usted lo dijo en una declaración tan desafortunada como sintomática, como una “operación de limpieza”.

Detrás de esas fórmulas retóricas, de sus arengas patrióticas y sus llamados a la unidad nacional, detrás, sobre todo, de su irresponsable ligereza al criminalizar, de un plumazo y sin mediar averiguación judicial alguna, a la inmensa mayoría de las víctimas de la violencia.

Detrás de esa frivolidad con la que, ante 30 mil muertos, dice usted simple y llanamente: “se matan entre ellos”, se asoma el rostro de un hombre que, como otros personajes de oscuros regímenes autoritarios, cree en el poder absolutorio de la espada y se concibe como el “llamado” a dirigir una cruzada.

Se equivoca usted, señor Calderón, en eso de palmo a palmo y arrastra al país hacia el abismo. No necesitamos en este país otra Guerra Santa. Menos todavía una dirigida por un general que, como usted, somete los planes militares a sus necesidades y urgencias propagandísticas.

Necesitamos justicia, seguridad, paz, instituciones fuertes, una acción integral contra un fenómeno, el narcotráfico, que a punta de balazos, como usted pretende, no habrá de resolverse jamás.

Es usted uno de esos generales que combaten de cara a la pantalla de la tv, con propósitos electorales inmediatos y que ha terminado por embarcarnos en una espiral de violencia que —y eso lo dicen sus propios asesores— apenas comienza.

Difícil negar, aunque sus “sicarios virtuales” en las redes sociales se escandalicen, que el logro más visible de su gestión al frente de las fuerzas federales, resultado de la doctrina que rige su acción y de la estrategia que, a pesar de todas las evidencias y argumentos, se empeña en defender como el “único camino”, es la transformación de la condición de combate de los narcos y el consecuente escalamiento de la violencia.

Ahí donde ha operado y basta citar los casos de Michoacán, donde comenzó su guerra, o de Ciudad Juárez, que quiso hacer su plaza fuerte, botón de muestra de su éxito, hoy, después de miles de muertos, las cosas están peor que antes y los criminales, armados hasta los dientes y más violentos que nunca, se mueven a sus anchas.

Más comerciantes —de la muerte pero comerciantes al fin y al cabo— los narcos, antes de su guerra, rara vez presentaban combate a las fuerzas federales. Siendo lo suyo, a fin de cuentas, un negocio, ilícito pero negocio, con mucha frecuencia se daban a la fuga.

Otros había que rodeados, en lugar de combatir hasta la muerte, como lo hacen ahora, simplemente se rendían. La corrupción imperante en los juzgados y en los penales les permitía, sin mayores dificultades, seguir operando desde la cárcel.

Desplegó usted masivamente a la tropa con todo su poder de fuego y los narcos, con respaldo financiero y fuentes de aprovisionamiento seguro desde el norte, hicieron lo propio. Comenzó usted después a cazar capos a mansalva —sin instrumentos para procurar justicia— y los criminales respondieron enfrentándose a las fuerzas federales.

En ese aumento sustantivo del poder de fuego, en los combates que comenzaron a generalizarse en zonas muy amplias del país, las víctimas principales son la población civil desarmada, que ha quedado en medio de dos fuegos, la justicia, y las instituciones encargadas de procurarla que hoy ya ni siquiera se esfuerzan por hacerlo y, sobre todo, el respeto por la vida.

En los hechos se legitimó —y en esa dirección trabajan sus propagandistas— la pena de muerte y se legitimó al grado de que hoy muchos mexicanos desesperados, impotentes, poseídos no sólo la justifican, sino que aplauden la aplicación irrestricta de la fuerza letal del Ejército.

El problema, más allá de la descomposición social que eso implica es que, además, la fuerza, como usted la aplica, sólo ha logrado instalar entre nosotros un conflicto que habrá de prolongarse más allá del término de su mandato.

Nos deja usted, que se presentó como el defensor de la patria ante el inminente y grave “peligro para México”, un país deshecho. La paz que prometió, por esta vía, sólo habrá de ser la de los sepulcros.

Nadie le dice —y también a eso lo conminamos, a no continuar usando esto como estrategia para sembrar la discordia y descalificar a sus críticos— que rinda a la nación ante el crimen.

Tampoco, si esto exigimos, si decimos #yabastadesangre, es que estemos preparando, pavimentando con la crítica a su estrategia bélica, el camino de regreso al PRI y a su sistema de complicidades con el narco.

Es su deber, su obligación histórica, rectificar cuanto antes el rumbo. Quítese ya el disfraz de general y, teniendo en la mira al país y no sólo la sucesión presidencial, vista y actúe como estadista.

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